Laureles Ajenos



La última cinta que Preston Sturges realizó para la Paramount fue, para variar, otra sátira del carácter americano en tiempos de guerra aunque, esta vez, la burla es atemperada porque la película es protagonizada por un tipo decente y por un desenlace sentimental y hasta discursivo. 
Laureles Ajenos (Hail the Conquering Hero, EU, 1944) inicia con nuestro héroe, el deprimido Woodrow Lafayette Pershing Truesmith (Eddie Bracken), tomándose unos tragos en algún bar de San Francisco. Ahí, viendo que seis marines recién llegados de Guadalcanal no tiene con qué pagar más que una sola cerveza, Woodrow les invita una ronda. Las razones de tal generosidad afloran rápidamente: el muchacho fue marine por solo un mes, pues fue dado de baja por padecer fiebre del heno. Durante un año le ha hecho creer a su mamá que está en las Islas Salomón, aunque todo este tiempo ha estado trabajando en un astillero. Uno de los marines, el traumatizado y huérfano Bugsy (el exboxeador Freedie Steele) llama a la madre de Woodrow y le avisa que su hijo está a punto de regresar a casa como héroe de guerra. El resto de los muchachos, dirigidos por el mandón sargento Heppelfinger (William Demarest, ¿quién más?), le prestan las medallas que han ganado en batalla y escoltan al desconcertado Woodrow al macuarro pueblito típico de Sturges, llamado esta vez Oak Ridge. Por supuesto, cuando llegan al pueblo de marras, todo se ha salido de control: la población entera está esperando y aclamando a Woodrow, hay cuatro bandas musicales tocando cada quien por su lado, el corrupto alcalde (Raymond Walburn, hilarante) le da las llaves de la ciudad, hay planes para levantar una estatua en honor de él y de su padre fallecido -un auténtico héroe en la Primera Guerra Mundial-, y el partido de oposición le ofrece ser su próximo candidato a la alcaldía.
Los dardos satíricos que lanza Sturges apuntan y aciertan a innumerables blancos: el heroísmo en tiempos de guerra -uno de los soldados se ha ganado una medalla por haberle robado un puerco asado a unos japoneses-, la histeria patriótica del ciudadano promedio americano -la recepción a Woodrow es tan hilarante como caótica-, la adoración materna de Bugsy y del propio Woodrow cual fijación edípica nunca resuelta y, por supuesto, la propia política electoral gringa, con sus jefes políticos transas, sus alcaldes corruptos y su electorado tan manipulable.
Sin embargo, a diferencia de sus cintas anteriores similares -especialmente de la cínica Así Paga el Diablo (1940) o de la alocada El Asombro del Siglo (1944)-, aquí la sátira termina con una vuelta de tuerca casi conciliadora. Pareciera que, a través del discurso final de Woodrow, tan capriano, Sturges mismo se aseguró de no llegar demasiado lejos. Después de todo, la película fue realizada y estrenada cuando la guerra aún no había terminado. Además, Sturges ya había provocado a demasiada gente en El Asombro del Siglo

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