Cinema Global 2014/II



El Alma del Hueso (A Alma do Osso, Brasil, 2004) es un largometraje documental en el que su director, Cao Guimaraes, nos exige algo sencillo y, a la vez, demandante: capacidad de ver, paciencia para observar, empatía para entender. El epígrafe con el que abre el filme, proveniente de Joao Guimaraes Rosa, "la soledad es mucho de nosotros mismos", nos advierte que el viaje audiovisual que haremos estará marcado por la soledad que define al observado.
Desde el inicio lo vemos, delgado, correoso, sucio, viviendo en una especie de cueva. El hombre se levanta, lava sus trastes, canturrea, recoge algo por ahí, limpia algo por allá. Parece la rutina de cualquier anciano solitario en cualquier parte del mundo. El largo prólogo de 14 minutos en el que seguimos la rutina de este viejo sin nombre nos ubica en el tono del filme: un imperativo por ver, atestiguar, seguir. En ocasiones, como es costumbre en el cine de Guimaraes, el naturalismo de las imágenes es alternado con abstracciones visuales y los sonidos ambientales son acompañados por música atonal, incluso primitiva. Los formatos se alternan también: el súper 8 -manejado por el propio Guimaraes- convive con el vídeo digital, a cargo del cineasta y sus habituales colaboradores Beto Magalhaes y Marcos M. Marcos, este último también responsable del sonido. 
No será hasta el minuto 43 cuando finalmente escuchamos la voz cascada y tartamudeante del anciano, quien habla a la cámara de sus sueños, canta con una guitarra y, después, lo vemos platicando -más bien, se diría que adoctrinando- con un grupo de niños y jóvenes que lo rodean. Poco a poco accedemos a más rasgos de su personalidad, a más información: el hombre tiene 71 años, vive de una pensión mínima otorgada por el gobierno y es obvio que sufre de algún tipo de problemas psiquiátricos, pues recuerda que fue tratado con electroshocks en el pasado. Lo cierto es que su soledad no parece preocuparle mucho: es su decisión, su forma de vida, su vida misma. 
Al final del documental, una serie de letreros nos informa: el anciano se llama Dominghinos da Pedra y tiene 41 años viviendo en esas cuevas de la región de Itambé do mato Dentro, en Mina Gerais. Hemos sido testigos, pues, de una forma de vida extrema, la de un loco, la de un asceta, la de un hombre anónimo cualquiera.
Un impulso similar, pero mucho más festivo y abierto, se puede encontrar en El Fin del Sin Fin (O Fim do Sem-Fim, Brasil, 2001), largometraje documental dirigido por Guimaraes al lado del infaltable Beto Magalhaes y Lucas Bambozzi.
Estamos a fines del siglo pasado y este trío de cineastas se pasearon por 9 estados de Brasil y por innumerables ciudades del gigantes sudamericano (Río, Salinas, Belo Horizonte, Sao Paulo, Salvador, etcétera), recogiendo testimonios no del fin del mundo ni del fin de una época, pero sí del fin de ciertas formas de vida, de trabajo, de profesión. 
Así pues, por las cámaras manejadas por el mismo trío de cineastas, desfila una serie de geniales anacronismos vivientes: una partera, un campanero, un bolero, un relojero, un elevadorista, ¡un acomodador de cine! (¿todavía había en Brasil en el año 2000?), un fotógrafo de parque, ¿un reparador de encendedores?, un profeta que adivina el estado del tiempo, una doña que fabrica lámparas de keroseno y algunas deliciosas extravagancias, como ese "maestro de gallos" que, muy serio, muestra cómo le enseña a los plumíferos a cantar (dice que incluso hizo cantar a una gallina); ese anciano "benshi" que acostumbraba narrar/comentar/actuar las películas silentes niponas para la extensa comunidad japonesa del Brasil; o ese extravagante Virgilio, un tal Paulo Marques de Oliveira, un dizque "científico" que sabe todo de todo y que, como dijera la inolvidable canción popular del siglo XIX mexicano, afirma que sabe de "química, retórica, botánica/botánica, retórica/y sistema decimal". 
La forma del filme se corresponde con el tema: la edición -responsabilidad también de los tres cineastas- superpone varias imágenes, de tal forma que todo lo que vemos se va encadenando casi de forma natural. Algo similar sucede con la toma de las imágenes: aunque la película fue realizada en gran medida con vídeo digital, los anacrónicos granos reventados de las cámaras de súper 8 y 16 mm. se intercalan en momentos claves, mientras los testimonios se suceden, contradictorios (un "cordelista" que se lamenta del fin de su profesión por tanta modernidad, interrumpe su choro para contestar su teléfono celular, diciendo: "Aquí nomás, echando puras mentiras"), regocijantes ("Naces, creces, vives, te vuelves estúpido, te casas y mueres", dice un viejo escribano retirado) o las dos cosas a la vez, porque aunque todos los participantes de este documental saben que su profesión -su vida misma, pues- está cerca del fin, tampoco se lamentan demasiado de eso. Ellos viven y siguen viviendo. Hasta el final sin fin. 

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